20 de agosto de 2011

La vulgaridad, según Friedrich Nietzsche

Permitidme que comparta con vosotros un fragmento de la obra del filósofo alemán Más allá del bien y del mal, con el que me siento bastante identificada y puede esclarecer muchas cuestiones que acontecen actualmente:

Las palabras son signos-sonidos de conceptos; pero los conceptos son signos-imágenes, más o menos determinados, de sensaciones que se repiten con frecuencia y aparecen juntas, de grupos de sensaciones.

Para entenderse unos a otros no basta ya con emplear las mismas palabras: hay que emplear las mismas palabras también para referirse al mismo género de vivencias internas, hay que tener, en fin, una experiencia común con el otro. Por ello los hombres de un mismo pueblo se entienden entre sí mejor que los pertenecientes a pueblos distintos, aunque éstos se sirvan de la misma lengua; o, más bien, cuando los hombres han vivido juntos durante mucho tiempo en condiciones similares (de clima, de suelo, de peligro, de necesidades, de trabajo), surge de ahí algo que “se entiende”, un pueblo.

En todas las almas ocurre que un mismo número de vivencias que se repiten a menudo obtiene la primacía sobre las que se dan más raramente: acerca de ellas la gente se entiende con rapidez, de un modo cada vez más rápido - la historia de la lengua es la historia de un proceso de abreviación -; sobre la base de ese rápido entendimiento la gente se vincula de un modo estrecho, cada vez más estrecho.

Cuanto mayor es el peligro, tanto mayor es la necesidad de ponerse de acuerdo con rapidez y facilidad sobre lo que hace falta; el no malentenderse en el peligro es algo de que los hombres no pueden prescindir en modo alguno para el trato mutuo. También en toda amistad o relación amorosa se hace esa misma prueba: nada de ello tiene duración desde el momento en que se averigua que uno de los dos, usando las mismas palabras, siente, piensa, barrunta, desea, teme de modo distinto que el otro. (El miedo al “eterno malentendido”: ése es el genius benévolo que, con tanta frecuencia, a personas de sexo distinto las aparta de uniones demasiado precipitadas, aconsejadas por los sentidos y el corazón - ¡y no un schopenhaueriano “genius de la especie” cualquiera -!)

Cuáles son los grupos de sensaciones que se despiertan más rápidamente dentro de un alma, que toman la palabra, que dan órdenes: eso es lo que decide sobre la jerarquía entera de sus valores, eso es lo que en última instancia determina su tabla de bienes. Las valoraciones de un hombre delatan algo de la estructura de su alma y nos dicen en qué ve ésta sus condiciones de vida, sus auténticas necesidades.

Suponiendo que desde siempre las necesidades hayan aproximado entre sí únicamente a hombres que podían aludir con signos similares a necesidades similares, a vivencias similares, resulta de aquí, en conjunto, que una comunicabilidad fácil de las necesidades, es decir, en su último fondo, el experimentar vivencias sólo ordinarias y vulgares tiene que haber sido la más poderosa de todas las fuerzas que han dominado a los hombres hasta ahora.

Los hombres más similares, más habituales, han tenido y tienen siempre ventaja; los más selectos, más sutiles, más raros, más difíciles de comprender, ésos fácilmente permanecen solos en su aislamiento, sucumben a los accidentes y se propagan raras veces.

Es preciso apelar a ingentes fuerzas contrarias para poder oponerse a este natural, demasiado natural, progressus in simile [progreso hacia lo semejante], al avance del hombre hacia lo semejante, habitual, ordinario, gregario - ¡hacia lo vulgar!

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